Miércoles, 25 de agosto de 2004

 

OPINIÓN

Algo más que una sede olímpica

Recorre el autor la sede olímpica y redescubre en Atenas la ciudad del hombre y la palabra, un irrepetible equilibrio en la mezcla de estilos arquitectónicos, la luz, su cosmopolitismo. Y se confiesa miembro de una generación que la admira.

PEDRO ÁLVAREZ DE FRUTOS/ Profesor de Historia en el Instituto Mariano Quintanilla

ATENAS es en estos momentos el centro del mundo deportivo. Los Juegos Olímpicos modernos han vuelto a Grecia y a esta ciudad donde ya se celebraron hace más de cien años. Pero junto al acontecimiento deportivo hay una ciudad que vive cada día desde hace muchos siglos digna de ser conocida y amada, una ciudad que según Sófocles fue «edificada por los dioses».

Atenas no es el conjunto urbano más bonito de Europa ni el más grande ni el más ordenado, pero tiene una gran personalidad y es difícil estar en esta ciudad y no quedar unido a ella para siempre. Sus monumentos, sus panorámicas, sus rincones, sus olores, su vida son tan sugerentes, tan motivadores, que pueden dejarte unido a ella para siempre. Pero aunque esto es muy importante no es todo, ni lo mejor. Lo mejor es quedar unido para siempre a sus esencias.

Tucídides, el gran historiador ateniense de finales del siglo V antes de Cristo, propone a sus conciudadanos que contemplen la ciudad y su realidad diaria para que la amen y esto mismo propongo, porque tanto si se la contempla con los ojos de la razón como si el acercamiento es emotivo dejará su impronta y su huella permanecerá siempre.

Porque ¿qué conjunto urbano, que no sea Atenas, es capaz de mantener unidos estilos arquitectónicos que van desde los principales restos del clasicismo griego hasta los edificios contemporáneos, pasando por sus pequeñas iglesias ortodoxas y los edificios neoclásicos, sin producir irritación? ¿Qué ciudad europea puede mantener una relación permanente entre el continuo ruido de su tráfico y el fortísimo habla de sus habitantes y el silencio de los restos clásicos que sólo hablan al espíritu? Esta conjunción de elementos tan diversos, y distantes a veces, forma una cierta armonía, que se ha de descubrir si se quiere aprehender algo de Atenas. Unión que se debe, sin duda, a que frente al resto de ciudades «Atenas es el Hombre y la Palabra» como acertadamente dice el poeta Kavafis. Una concepción del hombre que subyace profunda y extensamente en el espíritu ateniense desde que los griegos clásicos inventaron a los dioses y les dieron la única forma de existencia posible para ellos: la razón, el pensamiento humano en el que manifestarse y desde el que hablar a los hombres.

Pero también la palabra. La democracia ateniense fue la primera organización política que extendió el voto y dio opinión al pueblo. Sin palabra no hay democracia y sin democracia no hay Atenas. Al ciudadano ateniense, aun en los años más negros de las dictaduras, siempre le quedó la palabra y usó de ella. Desde que Sócrates mostrara en las calles a los ciudadanos cómo cuidar de su alma para alcanzar la felicidad, hasta hoy que los atenienses han convertido la opinión y el debate sobre cualquier tema de actualidad en una terapia saludable, la palabra es un signo de identidad de Atenas.

La luz es otra de las características de Atenas. Como en toda ciudad mediterránea la luz de la mañana es plena, intensa, deslumbrante, da cuerpo al ambiente, invita a la vida, a salir a la calle y hablar con la gente, al contacto humano como bálsamo para el alma. El sol crea fuertes contrastes con la sombra. Las calles se dibujan con duras líneas que dan forma a los edificios. La luz de la mañana en Atenas es de un intenso azul celeste que resalta el blanco marmóreo de sus construcciones más nobles, antaño coloreado, que toma tonos más cálidos y calizos según avanza el día mientras el calor se derrama por la ciudad y los habitantes que pueden se refugian. La tarde aumenta los rosados y rojizos modificando la silueta tendida en las calles de sus edificios y altera el color de los restos arqueológicos al tiempo que la ciudad recobra poco a poco la vida.

Al caer la tarde los tonos ocres se hacen más cálidos y acogedores que aquellos blancos cegadores de la mañana y los matices de luz, más tenue, resaltan las cualidades de ciudad fronteriza posada de muchos siglos y de muchas guerras, que sus habitantes tienen ya asimiladas, mientras la electricidad ocupa el lugar del Sol. La vida bulliciosa vuelve a la calle y las terrazas, nunca del todo abandonadas, se llenan de conversaciones multilingües.

El día se agota pero aún queda la noche y la noche es tan ateniense como la luz. Los atenienses que pueden son unos verdaderos maestros de las reuniones nocturnas que alargan interminablemente, hasta la madrugada, en una ceremonia colectiva que rinde culto a Dionisos, cuyo altar principal está en el teatro de su nombre. La noche está pletórica de vida, parece como si los atenienses hubieran hecho una reserva de fuerzas para este momento; amantes de la comida reposada, del vino, de los amigos y de una buena conversación, mezclan estos ingredientes con la misma sabiduría que las especias en los alimentos y le dan una nueva dimensión a las ya dilatadas maravillas mostradas durante el día.

El objetivo de una visita a Atenas puede no ser la filosofía, ni la belleza, ni el saber, pero en ella es inevitable hacerse las preguntas que todo hombre se hace acerca de sí mismo alguna vez, de su destino y del destino colectivo, de su pasado y del sentido de su vida, porque la más preciada cualidad de la ciudad es la que nos hace ser hombres: la libertad.

Tucídides, una vez más, le hace decir a Pericles mientras se dirige a los atenienses estas frases que yo me permito la licencia de unir: «Somos un modelo a seguir ... Amamos la belleza con moderación y el saber sin relajación ... Seremos admirados por nuestros contemporáneos y por las generaciones futuras». Nosotros formamos parte de esas generaciones que hoy miran a Atenas.