Algo más que una sede
olímpica
Recorre el
autor la sede olímpica y redescubre en Atenas la ciudad del hombre y
la palabra, un irrepetible equilibrio en la mezcla de estilos
arquitectónicos, la luz, su cosmopolitismo. Y se confiesa miembro de
una generación que la admira.
PEDRO ÁLVAREZ DE FRUTOS/ Profesor de Historia en el Instituto Mariano
Quintanilla
ATENAS es en estos momentos
el centro del mundo deportivo. Los Juegos Olímpicos modernos han
vuelto a Grecia y a esta ciudad donde ya se celebraron hace más de
cien años. Pero junto al acontecimiento deportivo hay una ciudad que
vive cada día desde hace muchos siglos digna de ser conocida y
amada, una ciudad que según Sófocles fue «edificada por los
dioses».
Atenas no es el conjunto urbano más bonito de Europa
ni el más grande ni el más ordenado, pero tiene una gran
personalidad y es difícil estar en esta ciudad y no quedar unido a
ella para siempre. Sus monumentos, sus panorámicas, sus rincones,
sus olores, su vida son tan sugerentes, tan motivadores, que pueden
dejarte unido a ella para siempre. Pero aunque esto es muy
importante no es todo, ni lo mejor. Lo mejor es quedar unido para
siempre a sus esencias.
Tucídides, el gran historiador
ateniense de finales del siglo V antes de Cristo, propone a sus
conciudadanos que contemplen la ciudad y su realidad diaria para que
la amen y esto mismo propongo, porque tanto si se la contempla con
los ojos de la razón como si el acercamiento es emotivo dejará su
impronta y su huella permanecerá siempre.
Porque ¿qué
conjunto urbano, que no sea Atenas, es capaz de mantener unidos
estilos arquitectónicos que van desde los principales restos del
clasicismo griego hasta los edificios contemporáneos, pasando por
sus pequeñas iglesias ortodoxas y los edificios neoclásicos, sin
producir irritación? ¿Qué ciudad europea puede mantener una relación
permanente entre el continuo ruido de su tráfico y el fortísimo
habla de sus habitantes y el silencio de los restos clásicos que
sólo hablan al espíritu? Esta conjunción de elementos tan diversos,
y distantes a veces, forma una cierta armonía, que se ha de
descubrir si se quiere aprehender algo de Atenas. Unión que se debe,
sin duda, a que frente al resto de ciudades «Atenas es el Hombre y
la
Palabra» como acertadamente dice el poeta Kavafis.
Una concepción del hombre que subyace profunda y extensamente en el
espíritu ateniense desde que los griegos clásicos inventaron a los
dioses y les dieron la única forma de existencia posible para ellos:
la razón, el pensamiento humano en el que manifestarse y desde el
que hablar a los hombres.
Pero también la palabra. La
democracia ateniense fue la primera organización política que
extendió el voto y dio opinión al pueblo. Sin palabra no hay
democracia y sin democracia no hay Atenas. Al ciudadano ateniense,
aun en los años más negros de las dictaduras, siempre le quedó la
palabra y usó de ella. Desde que Sócrates mostrara en las calles a
los ciudadanos cómo cuidar de su alma para alcanzar la felicidad,
hasta hoy que los atenienses han convertido la opinión y el debate
sobre cualquier tema de actualidad en una terapia saludable, la
palabra es un signo de identidad de Atenas.
La luz es otra de
las características de Atenas. Como en toda ciudad mediterránea la
luz de la mañana es plena, intensa, deslumbrante, da cuerpo al
ambiente, invita a la vida, a salir a la calle y hablar con la
gente, al contacto humano como bálsamo para el alma. El sol crea
fuertes contrastes con la sombra. Las calles se dibujan con duras
líneas que dan forma a los edificios. La luz de la mañana en Atenas
es de un intenso azul celeste que resalta el blanco marmóreo de sus
construcciones más nobles, antaño coloreado, que toma tonos más
cálidos y calizos según avanza el día mientras el calor se derrama
por la ciudad y los habitantes que pueden se refugian. La tarde
aumenta los rosados y rojizos modificando la silueta tendida en las
calles de sus edificios y altera el color de los restos
arqueológicos al tiempo que la ciudad recobra poco a poco la
vida.
Al caer la tarde los tonos ocres se hacen más cálidos y
acogedores que aquellos blancos cegadores de la mañana y los matices
de luz, más tenue, resaltan las cualidades de ciudad fronteriza
posada de muchos siglos y de muchas guerras, que sus habitantes
tienen ya asimiladas, mientras la electricidad ocupa el lugar del
Sol. La vida bulliciosa vuelve a la calle y las terrazas, nunca del
todo abandonadas, se llenan de conversaciones
multilingües.
El día se agota pero aún queda la noche y la
noche es tan ateniense como la luz. Los atenienses que pueden son
unos verdaderos maestros de las reuniones nocturnas que alargan
interminablemente, hasta la madrugada, en una ceremonia colectiva
que rinde culto a Dionisos, cuyo altar principal está en el teatro
de su nombre. La noche está pletórica de vida, parece como si los
atenienses hubieran hecho una reserva de fuerzas para este momento;
amantes de la comida reposada, del vino, de los amigos y de una
buena conversación, mezclan estos ingredientes con la misma
sabiduría que las especias en los alimentos y le dan una nueva
dimensión a las ya dilatadas maravillas mostradas durante el
día.
El objetivo de una visita a Atenas puede no ser la
filosofía, ni la belleza, ni el saber, pero en ella es inevitable
hacerse las preguntas que todo hombre se hace acerca de sí mismo
alguna vez, de su destino y del destino colectivo, de su pasado y
del sentido de su vida, porque la más preciada cualidad de la ciudad
es la que nos hace ser hombres: la libertad.
Tucídides, una
vez más, le hace decir a Pericles mientras se dirige a los
atenienses estas frases que yo me permito la licencia de unir:
«Somos un modelo a seguir ... Amamos la belleza con moderación y el
saber sin relajación ... Seremos admirados por nuestros
contemporáneos y por las generaciones futuras». Nosotros formamos
parte de esas generaciones que hoy miran a Atenas. |